Pocas veces fui con más expectación al estadio como ese día. Un 29 de octubre de 2002, Wanderers se jugaba una de las chances más extraordinarias de su sufrida historia. El rival era uno de fuste, uno donde brilló el gran Higuita, uno que tenía una Copa Libertadores a cuestas; en fin, un equipo acostumbrado a las grandes ligas. Sin embargo, nada me quitaba la ilusión de ver al equipo de mi vida dando un salto histórico a una semifinal internacional.

Luego de un comienzo apretado, el gol de Barrita elevó las pulsaciones de todo el estadio a un nivel pocas veces visto anteriormente. Daba miedo, siquiera, pensar en ganar por más de un gol y evitar el dramatismo de los penales; pero el hambre de triunfo se apoderó de cada hincha que era testigo de un Wanderers que, con el correr de los minutos, se diluía en un mar de dudas, de temores, de fantasmas de derrotas y decepciones.

A pesar de ello, nos alcanzó para llegar a los penales. Estábamos en casa, de modo que había una ventaja que, a priori, podía ser decisiva. Cuando Varas atajó el sexto penal de Nacional la alegría era casi incontenible. Décadas de esquivos triunfos estaban a punto de esfumarse, hasta que el Villa, el ídolo, trizó la esperanza con un penal lanzado al medio y abajo; o sea, un caramelo para el arquero visitante.

Luego de eso, lo que más recuerdo es el momento en que Romay iba caminando a lanzar su penal. Un escalofrío recorrió toda mi espalda y opté por darle la espalda a la cancha, cerrar los ojos y ponerme a rogar al cielo que el argentino no se equivocara. Como muchos, no quería ser la “yeta” (“Si lo veo, sonamos”, pensé) y mi signo para voltear la mirada sería el estallido de la hinchada. Lamentablemente, nuevamente me equivoqué.

El temido “ohhhh” (con tono de sorpresa y angustia) de todo el estadio me anunció lo peor: Emiliano había perdido el lanzamiento y solo pude verlo con la cabeza gacha y la camiseta sobre ella, sin poder creer lo que había pasado. Creo que pocas veces vi a alguien tan preso de la desazón como ese día estaba Romay.

El resto es historia conocida. Perdimos en cuartos de final y se rompió el pueril sueño de ganar la Copa Sudamericana. No obstante, no es aquello con que quiero que termine esta historia..

En efecto, días después del partido seguía pensando en lo fatal que debe haberse sentido Romay después del penal. Entonces, una tarde tomé la guía telefónica de mi casa y busqué su apellido. Para mi suerte, estaba registrado (de hecho, era el único Romay). Entonces, sin pensarlo mucho tomé el teléfono y lo llamé. Él mismo me contestó y yo, sin preámbulo, le dije que era socio del club, que había ido al estadio y había sufrido tanto como él el penal perdido. Luego le dí ánimos y le dije que se recuperara. Él fue muy amable, me agradeció la llamada (“No sabes cuánto vale esto para mí”, me dijo) y me reiteró varias veces que se sentía responsable y muy mal por haber roto el sueño caturro.

A fin de cuentas, lo que más terminé recordando fue el pequeño consuelo que pude darle a un tipo que, más allá de no haber brillado como se esperaba (de hecho era un verdadero crack a mi juicio), estaba honestamente triste. Es justamente ese sentimiento el que me hizo dejar a Romay en el recuerdo, como uno que llegó a sentir la camiseta verde en el corazón.

Por Oscar Silva Álvarez.