Mi viejo siempre me dijo (y me dice) que, a la edad de 3 años, lloraba cada vez que Wanderers perdía. Él me lo decía y me ponía a llorar. Supo desde ese momento que la pasión que él ha tenido toda su vida la llevaría yo también.

Varios años después tuve mi primera gran alegría junto al decano. Corría el año 1995, tenía 9 años y Wanderers podía subir a primera división siendo campeón.

El estadio ese día, lo recuerdo perfectamente, estaba repleto no cabía ningún alma. Incluso nosotros con mi viejo teniendo entrada en mano, nos habíamos quedado fuera por llegar tarde. Por cosas del destino, logramos ingresar a tribuna baja (ras de cancha), donde de pie (yo arriba de los hombros de mi viejo) tratamos de ver el partido.

Comprenderán que a la edad de 9 años es difícil entender tácticas, estilos de juego, quien es el rival, etc. Yo más bien me sorprendía con la cantidad de gente que estaba en lo mismo que yo. Sorprenderse con las banderas, la gente arriba de la reja, eso es lo que a un niño lo atrae cuando va una cancha de fútbol.

Después que empezó el partido tengo el siguiente recuerdo: yo, agachado a la altura de la reja de tribuna, tratando que no me aplasten, mi viejo cuidando que no me perdiera, mientras veíamos a los jugadores saltar y abrazarse en la cancha y se encendía ese “campeón 95” en fuegos artificiales arriba de la galería cerro.

El salir de ese estadio con la satisfacción de conseguir lo que fuimos a buscar y, más aún compartiendo con tu viejo, es algo que siempre recordaré.

Por eso Wanderers representa tanto para mí, más que un equipo de fútbol, es algo que entre muchas otras cosas reúnen a padre e hijo en ese amor por los colores del decano.

Por Francisco Parra