“¿Cuál es la diferencia entre un partido normal y un clásico?” Esa fue la pregunta que le hizo un primo santiaguino al Juanjo. Era Agosto de 2015. Justo después de aquellos dos clásicos: 1-3 en Playa Ancha, 1-1 en Sausalito. Wanderers eliminado en fase de grupos de Copa Chile. Era el cumpleaños del Juanjo, hace 10 años los tibios brazos de su madre le daban la bienvenida a este mundo, en una camilla del hospital Van Buren. Y ustedes sabrán, queridos lectores, que quienes nacen allí no salen del útero materno llorando, sino gritando “SAN”.

Aquella mañana de Agosto los primos chuteaban en la cancha Merlet –cerro Cordillera– una pelota nueva, recién regalada, que brillaba tanto como las gotas de sudor que bajaban por la sien de los pequeños. El chico de la capital sabía que su primo porteño ‘llevaba la procesión por dentro’. Había pasado casi una semana del último clásico, pero si una derrota cualquiera duele y te cambia el ánimo por días, perder un clásico ni siquiera te permite disimular la cara de enmierda’o, y desde que abres los ojos –si es que no tuviste pesadillas con el asunto– repasas los goles que marró el delantero, el error del defensa, el cambio que nunca hizo el deté. Para quien siente a su club como un integrante más de la familia o como una mujer que te tiene embobado –como lo sentimos los wanderinos–, es difícil no delatarse.

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Pero volvamos a la cancha Merlet. La pelota dejó de rodar, los muchachos se sentaron bajo la sombra de uno de los arcos. El Juanjo se disponía a responderle a su primo, que  –digámoslo– no entendía mucho del deporte rey. “En el fútbol, más que en cualquier otro deporte, la identidad, la identificación del hincha y del jugador con su club, juega un rol fundamental. Por supuesto que si no tenemos la base técnica, táctica, física y psicológica no podremos formar un equipo profesional de fútbol, pero si no tenemos la identidad, si al futbolista no le provoca nada vestir estos colores, si el hincha no juega con su garganta desde la galería, va a ser difícil dar algo más, ese último resto, ese último esfuerzo, para rendir al cien por cien dentro de la cancha”. El primo saltó: “lo entiendo, pero eso qué tiene que ver con los clásicos”. “Bueno –replicó el Juanjo– este factor es tan importante en un clásico, que en ocasiones puede bastar poner ese resto para ganar. Por eso se dice que estos son partidos aparte, influye mucho el amor por lo que representa cada club. En un Clásico Porteño, por Wanderers juegan los 11 en cancha, por supuesto, pero los cerros se apilan en las galerías, los cánticos de Los Panzers suben y bajan como ascensores, como aquel grito de la casera del Cardonal a las 8 AM. Los 11 deben saber que no juegan solo por los puntos, ni solo por su honor, ni solo por ser profesionales, sino porque representan a una ciudad y a los porteños que la aman tanto como aman al Wander” –los chicos ya caminaban abrazados de vuelta a casa y el Juanjo terminaba su monólogo–. “El sentimiento, primo, no solo le da sentido a la vida, también al fútbol”.

Esa misma tarde, se terminó de escuchar el ‘cumpleaños feliz’, el Juanjo soplaba las velas con los ojos cerrados, deseando que el próximo clásico ese sentimiento esté muy presente en los hombres que lleven la verde en el pecho. Hoy, un año después, asoman como titulares por Wanderers, Castellón, López, Opazo, Cuadra, Quiñones y Fernández. Los choros del Puerto, nuestros cabros chicos, nos defienden y nosotros debemos alentarlos. Deseo cumplido.

Nota del autor: Mañana en Playa Ancha que nuestra única arma sea la garganta y los cánticos. Dejémosle la guerra a los milicos, muchachos. ¡VAMOS WANDER!