Hubiera abierto los ojos y hubiese despertado mirando el cielo de su pieza. No entraría luz en la habitación, no sabría –ni intentaría saber– cómo amaneció el día. Estaría solo en su cama. Ayer el marcador había dicho 1-0 en contra, en el Ester Roa. Y los sentimientos están para eso, ¿no? Para sentirlos. Y vaya cómo sentía la frustración de tener el objetivo tan cerca y no alcanzarlo. Y el plan hubiese sido masticar esa frustración, convivir con ella hasta poder en algún momento sacársela de encima. Las tapas, frazadas y cubrecamas, las sentiría más pesadas que de costumbre, recordándole cuánto pesa salir a jugar dos partidos seguidos con la opción de quedar en la punta del torneo, y en ambos no poder saciar el hambre de triunfo, de gloria. Las sábanas estarían arrugadas, la cama estaría deshecha. Sentiría la aspereza del colchón rozándole las piernas. Se sentiría incómodo. Se hubiera despertado con los pies helados, con el cuerpo cortado. Estaría una o dos horas recostado, inmóvil. Frunciría el ceño de vez en cuando, maldiciendo al viento. Solo reproches lo invadirían: “Por qué no pude relevar al ‘Uru’ cuando fue a marcar al puntero y cubrirle el puesto al medio del área para despejar el balón del gol. Por qué no intenté mostrarme más, nos faltó salir jugando, pero ¡quién puede jugar en una cancha así de mojada!… No, no, la cancha es para los dos equipos. Jugamos mal, jugué mal. ¡Había que ganar! ¡Qué nos pasa!”. Le pasarían por la cabeza las veces que estuvo a un paso de conseguir un título con las inferiores caturras y no le alcanzó, las burlas de sus amigos de infancia –esos “volteados” que festejaban triunfos de equipos de Santiago–, y luego de los propios rivales en cancha, que se reían de él por hinchar por un Club –y luego defenderlo en cancha– que tenía más descensos que copas. De pronto tocarían la puerta de su habitación, alguien lo venía a buscar.

Sí, para él la mañana después de Concepción hubiera sido bastante similar a lo que describo, bien parecido a lo que pudimos haber sentido tú o yo, porque ¿quién puede sentir más que un jugador caturro nacido y criado en Valparaíso? Pocos son los afortunados que pueden decir que son hinchas del equipo que defienden en la cancha.

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Pero lo que realmente pasó fue distinto. Este muchacho se acostó, esa noche después del partido, contrariado, entre la frustración de no conseguir el objetivo y la alegría de disputar un título representando los colores que ama. Cerró los ojos, exhausto, y su subconsciente le mostró el camino. Escuchó bajar el aliento de la galería, ese mismo que había sentido hace unos minutos en el Ester Roa. Pero la escena era distinta, las butacas del estadio eran rojo y amarillo, y la galería entera estaba pintada de verde esperanza. Escuchó un grito fuerte, “¡¡esto todavía no se acaba, muchachos!!”, era su ídolo de infancia, David Pizarro, parado a su lado en la cancha. Cuando sonó el pitazo inicial que lo hizo despertar. Lindo sueño.

Abrió los ojos y miró el cielo de su pieza. Se asomó por la ventana, día nublado pero el sol lograba traspasar la muralla de nubes. Abrió las cortinas. Había amanecido afuera, en su pieza, y también en su cabeza y en su pecho. Se despertó reconfortado, decidido, con ganas. Antes de que pasara un minuto ya se había quitado las frazadas de encima y se había levantado. Una pasada rápida por el baño y a elongar un poco al lado de la cama. La frustración se había quedado dormida y no iba a despertar. “¡¡Saale Wander!!”, Los Panzers retumbaban en su cabeza. “No alcancé a llegar a relevar al ‘Uru’, sí. Nos faltó salir jugando, ponerla contra el piso, crear más ocasiones, sí… Pero qué importa si todavía queda torneo. Vamos, hay que retomar lo que estábamos haciendo. Dale que quedan 3 fechas, 9 puntos, y estamos a 2 de la gloria”, se decía en voz alta. Y continuaba, “qué importa que tengamos más descensos que copas. Aquí estamos nosotros, los de casa, para cambiar eso. Somos Valparaíso, las tragedias son parte de nuestra historia, pero nos levantamos, con huevos. Y las alegrías las vivimos a concho, porque lo que se consigue con esfuerzo se disfruta el doble. Y yo, sí, yo, que hace un año atrás ni siquiera estaba en las citaciones, tengo la chance de darle una alegría a mi gente, a mi familia, a los porteños”. Respiraba profundo y seguía con su arenga, ya casi gritando, “si para ellos no se acaba, para nosotros tampoco. Ayer nos alentaron hasta después del pitazo final, el sábado no será distinto. Qué lindo se veía el Santa Laura pintado de verde. ¡¡Vamos, mierda!! ¡Que siempre nuestros campeonatos se han definido en la última fecha!”. De pronto tocaron la puerta de su habitación, alguien lo venía a buscar: “¡Eh Cuadra! ¡Así te quiero ver! ¡Arriba, arriba, Adrián! En diez minutos empieza el entrenamiento”.