Parecía un tipo normal. Solo me llamó la atención que en pleno partido, él subía y bajaba por las escaleras en la parte alta de la galería norte del estadio Elías Figueroa. Corrían cinco minutos de juego y David ya había demostrado que era distinto. El playanchino volvía a sus tierras y se sacaba las poleras del Udinese, del Inter, de la Roma y la Fiorentina, para lucir la camiseta que llevó debajo siempre, estos dieciséis años –y toda su vida–: la Verde de Santiago Wanderers de Valparaíso.

Al igual que los diez mil wanderinos que me acompañaban, estaba embobado disfrutando de la calidad de Pizarro. Cuando se fue de Wanderers –el 98– yo apenas tenía ocho años, por lo que era una experiencia nueva para mí verlo en vivo y en directo. No como para este caballero del que les cuento, tenía unos sesenta y tantos, y seguía paseándose por la galería. Estaba a mi derecha, cerca, por lo que podía escuchar claramente los “¡córrete po’ hueón!” o “¡siéntate, viejo!” que salían de entre la multitud ante el movimiento incesante de este caturro. Qué poca empatía, pensaba yo. Porque no me malentiendan, se paseaba, le sudaban las manos por lo que se las frotaba una con otra, bajaba la vista al suelo cada cierto rato como si estuviera buscando algo, pero estaba muy metido en el partido. Miraba fijo la cancha, la pelota, los jugadores, y cuando terminaba la jugada volvía a su andar, a veces caminando, a veces casi trotando, otras veces solo meciéndose. Nervioso, ido, pero en el fondo muy presente y atento.

Así fue como llegó el minuto nueve. Cuando el balón fue por un par de segundos una tecla de un piano y la derecha de David, los dedos del mejor pianista que haya pisado el escenario playanchino. Una nota perfecta y sublime que llegó a los pies del capitán Ormeño. El Negro mantuvo el ritmo, dándole la entrada a Carlitos, quien dio el pie para terminar la melodía de este trío de ensueño de estandartes wanderinos con el sonido más lindo de todos, esta vez coreado por diez mil voces: ¡GOOOOOL! Todo alegría, todo emoción. Y así también lo era para el viejito, que detuvo su andar para apreciar la jugada, y con el grito de gol de la multitud atinó a levantar los brazos y mirar a la gente celebrar, una visión borrosa, quizá por una lágrima que se posaba en el extremo de sus ojos, quizá porque tal vez padecía cataratas. Después de este espectáculo, el caballero soltó el primero de los muchos comentarios que lanzaría esa tarde: “Al 7 yo lo conozco, ese cabro ya ha jugado por nosotros, hace tiempo sí, ¿pero no estaba afuera? Ése es de aquí, es porteño, ¡pucha que es weno!”.

De ahí en más, cada vez que David hacía algo de magia, el viejito lanzaba un comentario por el estilo. Y vaya que el campeón de América demostró lo que sabe, vaya que demostró que no es grande solo fuera de la cancha, sino también vino a ser figura dentro de ella. Pizarro recibía la pelota de espaldas, la sostenía como sosteniendo el cabello de una mujer al besar sus labios, despacio, casi imperceptible. La redonda a veces ni sabía que la estaban dominando, no podía resistirse a emprender el viaje que estaba a punto de realizar. Y el viejito que salía con su “este cabro hacía eso mismo desde su debut por allá por el 96, ¡qué técnica por Dios!”. David daba media vuelta por su derecha y zafaba de su rival que parecía ni esmerarse por tratar de conquistar la gordita que esa tarde solo se dejaba acariciar por un jugador. El Enano la tocaba dos veces más hacia adelante, procurando no mirar directo a los ojos de cuero –sintético– de su compañera, para no despertar los celos de su mujer que lo veía desde la tribuna, y la lanzaba lejos, treinta metros a la derecha, la soltaba un rato, la alejaba, como para que la pelota quedara con ganas de más, como para no permitirle que se sintiera segura tan rápido de que esto era amor. La redonda caía precisa en el pie de Ramos, sin sentir nostalgia porque sabía que ya volvería a estar en poder del 7 para continuar su historia juntos. Y el viejo se volvía loco –igual que yo, igual que todos–, “¡qué pase por favor! Eso también lo hacía en el Udinese, este chico no pierde la calidad”.

Y así continuó todo el partido. La pelota sumida en un romance con el ídolo. La gente emocionada, incrédula del momento histórico que se vivía en pastos playanchinos, y el caballero que continuaba su andar incesante y cada cierto tiempo recordaba alguna anécdota, algún momento, de David. Que el enganche y el golazo en un amistoso contra Everton, que sus dos goles en un partido jugando por la Roma, que la pisada en un partido contra Cobreloa, que cómo no pudo estar presente en ese fatídico último partido en Osorno el 98. Las miradas de curiosidad y reprobación de la gente ya disminuían, se fueron acostumbrando a su movimiento constante y a su cantinela de recuerdos.

Pitazo final, triunfo de Wanderers, Pizarro figura en su reestreno con la Verde, en su reencuentro con su gente y su Puerto. El viejito frenó su andar, frenaron sus recuerdos, ya no fijó más su mirada en la cancha, y solo fueron unos ojos perdidos bajo los cielos porteños.

Ustedes dirán “¿y eso fue todo? ¿Qué tiene que ver el título con la historia? El final pa’ fome hueón oh”. Y les encontraría toda la razón, si no fuera porque cuando el viejito se disponía a salir del estadio me acerqué a él, al mismo tiempo que se le acercó un muchacho de mi edad y lo tomó del brazo. El caballero ni se inmutó, mantuvo su mirada perdida y solo caminó. “Tengo que estar atento a él todo el partido”, me dijo el muchacho. “Es mi papá”, continuó. “Yo me quedo con Los Panzers y a él le gusta moverse por ahí, no se queda quieto y me asusta que se pierda”. “¿Que se pierda?”, repliqué sorprendido –seguramente por mi cara no era necesaria la pregunta–. “Hace dos años le diagnosticaron Alzheimer”.

El regreso de David curó al viejito –y nos curó a todos– por noventa minutos.