Por Bernardo Guerrero Jiménez
Sociólogo y autor de diversos libros sobre identidad y deporte.

Cuando el respetable supo que le tocaba al Kevin patear el penal, respiraron profundo y con cierto alivio. Es que era de los suyos. Formado en la cantera como se dice cuando han sido criado en el cerro y en el club, una que otra lealtad golpea a la puerta de la casa.

Seguro que la tira afuera. Seguro que el Flaco lo ataja.

Castellón lo miró a los ojos y como que le quiso decir, acuérdate de esas tardes y de otras ocasiones en que juntos soñamos con defender al Decano. Kevin caminó y luego confesó que el trayecto para llegar al punto del penal se le hizo eterno, como quien camina a Lo Vásquez. Hasta las piernas le tiritaban.

Los caturros, los panzers, los wanderinos, los porteños de Valparaíso, se encomendaron a cuantos dioses habitan el imaginario de ese puerto patrimonial. Kevin se acordó de toda su parentela, de su formador en el cerro Playa Ancha, de sus amigos patos malos, de su abuela, de Jorge Dubost, el capitán que los llevó al cielo el año 58 o 59. No lo recordaba bien. No había nacido aún.

Vio los ojos y los dientes de Castellón. Corrió y clavó la estaca en el fondo de la red. Castellón, a pesar de verlo tantas veces patear penales, no pudo. El «Elías Figueroa», quedó en silencio.  Parecía noche con toque de queda. El Kevin sentía que traicionaba a los suyos, a su abuelo, a su cerro, al puerto. «Estoy a préstamo en La Calera» dijo y los ojos se le llenaron de pequeñas lágrimas. «Soy un profesional», agregó mientras que los wanderinos en el suelo, se cubrían la cara con sus camisetas y lloraban como niños sorprendidos en falta.

Kevin tiene que volver a Wanderers. La Calera sube a Primera división. Los caturros a la Primera B y a la Copa Libertadores.