Los textos acá presentados corresponden al libro “Wanderers, Biografía Anecdótica de un Club” publicado por Ediciones Stadium en 1952 y escrito por el ex dirigente Manuel Díaz Omnes. Consta de 24 capítulos y Eseaene.cl, en el mes del 121 aniversario, te entrega desde el domingo 4 y hasta el gran 15 de agosto dos de éstos en forma diaria y con ilustraciones para que puedas conocer lo que fue el primer esfuerzo por contar la historia de la institución más hermosa del mundo. 

plaza echaurrenEn el toldo de la tienda «La Dalia Azul» (el edificio blanco en la imagen, en lo que hoy es la esquina de San Martín con Bustamante) de Plaza Echaurren se reunieron en la previa de la primera asamblea el que sería el primer presidente Gilberto Hidalgo y Francisco Avaria, el capitán de los inicios (foto: Harry Grant Olds, 1900).

PRIMERA PARTE: DE LA CANCHA DE LOS LÚCUMOS…
CAPÍTULO III: HACIA SU ORGANIZACIÓN

Perdidas las manos en los bolsillos y ocultando parte del rostro tras el levantado cuello del abrigo, aguardaba impacientemente en una esquina de la Plaza Echaurren, un muchacho de estatura regular, ojos vivaces y anchas espaldas.

Diez y siete años, quizás, pero los rasgos enérgicos de su fisonomía varonil delataban al hombre prematuramente maduro, que intuitivamente conoce las cosas de la vida o que, por lo menos, se inclina a comprenderlas. Su actitud observativa así nos lo demostraba.

La abigarrada muchedumbre que en su torno movíase con inusitado nerviosismo, no era otra cosa para Gilberto Hidalgo que una lección más de las ya tantas aprendidas en las aulas abiertas de la vida y que por su simpleza y heterogeneidad le mostraban, palmariamente, el significado definitivo de su razón de ser.

Una llovizna persistente caía sobre el empedrado formando a la luz de los faroles, pequeñas charcas luminosas que se quebraban, de cuando en vez, bajo los cascos irreverentes de las cabalgaduras que subían por calle Clave, rumbo a las caballerizas del Cerro Toro, en donde descansarían de su diaria jornada, mientras que sus amos echaban una cana al aire en la chingana de Los Álamos con San Martín, casi frente al Bazar El Ancla de Oro, la casa de remolienda de mayor prestigio entre la gente de mar, ya que estaba ubicada en el edificio mismo en que habitara Lord Cochrane.

Toda la población de los cerros del puerto parecía haberse vaciado en aquella hora en la Plaza Echaurren. Marineros que lucían sobre sus pechos cuatro iniciales rojas, bordadas en cruz sobre un jersey azul obscuro; rotosos palomillas que desde los cerros Cordillera y Perdices bajaban a solazarse con las canciones un poco picantes que cantaban, con engoladas voces, dos mauchos regordetes que vendían versos de fabricación propia; comadres cargadas de sendos bolsones que, después de haber hecho la plaza se detenían en las esquinas a pelar, por horas enteras, a cuanto bicho viviente había en el barrio; picasales y estibadores, aduaneros y contrabandistas, toda la fauna de un pueblo formado entre velámenes y aceite quemado, movíase con pertinaz inquietud, mientras las tiendas “El Jazmín” y “La Sirena” encendían sus mecheros a gas o un dependiente del “Gremio Marino”, vendía a un chilote cualquiera un par de pantalones de cheviote inglés, a dos pesos cincuenta y ganando plata.

Confundido entre la multitud avanzó Gilberto hasta la calle Matriz. Mirando hacia el mar destacábase, como telón de fondo, la puerta ojival de la Recova del Puerto, sobre cuyo marco desafiaba agresiva la enorme cabeza de un toro de raza, cuyos cuernos de concreto contrastaban con la actitud pasiva del Cristo que a su frente, en el frontispicio de la Parroquia de La Matriz, con sus manos tendidas invitaba a la meditación.

Detúvose un rato, sin saber por qué, ante los escaparates de un almacén de comestibles. Sacudió nerviosamente el abrigo que, a la luz de los mecheros, parecía, por la llovizna, como engastado en diminutos diamantes, y considerando la inutilidad de su espera avanzó, con paso firme, por la calle del Arsenal.

-¡Hidalgo!-, exclamó una voz desde el otro lado de la acera.
Volvió instantáneamente la cabeza y su exclamación, fue espontánea;
-¡Avaria!
Los dos amigos se tendieron la diestra con llaneza.
– No sabes cuánto te he esperado.
– Hace rato, también, que te busco.

Y sin decirse nada, buscaron el reparo acogedor del toldo de la tienda “La Dalia Azul”, bajo cuyo alero podían cambiar impresiones sin las molestias naturales de la llovizna que, momento a momento, tornábase más pertinaz y que iba dejando las calles desiertas.

– Hablé con Sánchez-, informó Avaria al mismo tiempo que limpiábase el rostro con un pañuelo. –Le expresé nuestros planes y nos espera mañana en su casa.
– ¿Y los demás muchachos?
– Murphy quedó de juntarse esta tarde con Solar en el Cerro Artillería. A estas horas debe estar en Carampangue toda la gallada.
– Pues vamos allá.

Y sus siluetas desdibujáronse en la penumbra de la calle Arsenal para desaparecer, en definitiva, en la encrucijada de la calle Matriz, tras las iluminadas ventanas de la tienda “La Exposición”.

placa wanderersEn 2009 se puso esta placa de difícil lectura para el transeúnte en los pies de subida Carampangue. Hoy, a sólo cuatro años de su instalación, luce con su madera deteriorada y rayada. Cosas del «Patrimonio» (foto: Tania Masquiarán)

PRIMERA PARTE: DE LA CANCHA DE LOS LÚCUMOS…
CAPÍTULO IV: SE ABRE LA SESIÓN

Los hermanos Luis y Germán Sánchez habitaban el segundo piso de un edificio amarillo de frontis de calaminas, situado en el lado oriente de la Subida Carampangue, un poco más arriba del terminal del Callejón de Los Meados y casi frente al sendero que llevaba al Cerro Artillería.

Después de múltiples ruegos habían logrado que sus progenitores les habilitaran el comedor de la casa para efectuar en él una reunión con sus amigos de la cancha “Los Lúcumos”, en la que iban a ver si podían fundar un club. Obtenida esta franquicia la pieza ahora se hacía estrecha para contener a la muchachada.

Juan y Antonio Mujica, sentados junto a la puerta, contaban mentalmente a los asistentes. Romeo Real conversaba animadamente en un ángulo de la sala con los hermanos Lobos, mientras los dueños de casa entraban y salían de la pieza tratando de atender a los que iban llegando.

-Adelante, Alfredo, estás en tu casa-, decía Lucho Sánchez, ofreciendo una silla de Viena a Arévalo que penetraba en la estancia, en tanto que su hermano Germán, saludaba risueño a Benito y Nicanor Cruz, que llegaban seguidos de Eduardo Pizarro.

-¿Faltan muchos todavía?-, consultó Vicente Lobos que acodado sobre la mesa leía a media voz en “El Mercurio” de la tarde, el folletín “La Bella Hochatera”, conquistando la atención de Lucho González que le escuchaba ensimismado.

-Los hermanos Parker dijeron que llegarían enseguida-, informó Romeo Real que desde el pasillo había logrado percibir la pregunta de su amigo.

Un grupo de muchachos junto a la ventana, miraba por entre los cristales las carretelas que subían hacia Playa Ancha, entre los gritos guturales y los latigazos de sus conductores y el esfuerzo extralimitado de sus cabalgaduras.

-¡Pobres bestias!

Una dama cincuentona de rostro risueño y amplias y largas polleras de sarga azul, entró repentinamente a la sala y saludando con una reverencia a los muchachos, con voz suave y cadenciosa ordenó a Germán, al mismo tiempo que extraía del azabache de su pelo una ondulada horquilla de acero.

– Abre un poco el traga luz, hijo, pues está muy pesada la atmósfera.

Y colocando la horquilla sobre el borde superior del tubo de la lámpara a parafina, que desde el centro de la mesa presidía la reunión, advirtió a los muchachos, como disculpándose de su intromisión.

– Es para que una corriente de aire no les vaya a dejar a obscuras.
– Y recalcó: -Se puede quebrar el tubo.

Y haciendo un saludo versallesco abandonó la sala.

Todos los asistentes asintieron con un movimiento de cabeza las expresiones de la dama y agradecieron, quizás, en su fondo, esta delicadeza inesperada.

Abierto el tragaluz de la ventana el aire del comedor empezó a renovarse; y a Isidoro Martínez que con ojos inquietos miraba para todas partes, le pareció que con el aire fresco había vuelto a la vida un enorme pescado que, en una oleografía colgada en la muralla, sacaba la cabeza de una reluciente bandeja colmada de tomates, lechugas y pimentones.

Pedro Mujica anunció desde la puerta.

-Ahí viene Hidalgo, con Avaria y Acuña.

Instintivamente, la mayoría de los asistentes, acercándose a la mesa acomodáronse en sendas sillas.

Carlos Solar, el veloz entre ala que en la cancha de Los Lúcumos ponía a raya a los más corredores, tuvo que conformarse en participar en la reunión, parado y en tercera fila y afirmado en el aparador sobre cuya cubierta de cristal, con sus vasitos oscilantes, parecía advertirle a cada momento, la necesidad de mantenerse quieto, so pona de efectuar una quebrazón y dar por terminada la reunión antes de iniciarla.

-Bueno-, dijo Gilberto Hidalgo, tomando como por derecho propio, la presidencia de la reunión. -Procederemos a abrir la sesión. Germán Sánchez, como dueño de casa, actuará de secretario ¿Hay oposición?

Un silencio absoluto se hizo en la sala y todos los muchachos, como emocionados, se miraban unos a otros, sin alcanzar a comprender el por qué de la turbación que los embargaba.

El martillo del tiempo golpeó siete veces en la campana de un reloj de caoba que adornaba la sala, colgado desde un muro y la hoja del calendario indicaba el día lunes 15 de agosto de 1892.

Afuera oíase el murmullo de los transeúntes que se recogían a sus hogares y el ruido de los vehículos llegaba perturbador a la sala, cuando Gilberto Hidalgo, pronunció, por primera vez, las palabras rituales:

– Se abre la sesión.

  • Este martes por la noche publicaremos el capítulo V titulado “Este es el club de mi hermano” y arrancaremos con la segunda parte llamada «Partió Santiago Wanderers» y su primer relato acerca de «El Capitán Fernández Vial, un Clásico y una ponchera» (capítulo VI).