“Simplemente conócelas. Date el tiempo de observarlas. Disfruta descubriendo cuan distintas son a nosotros, cuan diferentes pueden llegar a ser entre ellas…”. El papá le hablaba a su hijo con una seriedad digna de la invitación que le había hecho el –ya no tan– pequeño de 11 años hace algunos minutos, cuando abrió los ojos e interrumpió la conversación del partido de fútbol que acababa de jugar, con un directo y sin rodeos “papá, háblame de las niñas”. Se notaba que el chico andaba distraído, a esa hora bajaba por calle Carvallo junto a su viejo, pero estaba en cualquier parte. Más que bajar, subía, a las nubes, a la Luna, a Plutón. Estaba volando o quizá tendido de espalda en la arena o en el mar, con los ojos de alguna niña entre ceja y ceja o la sonrisa de alguna chica apresada cual reo en su cabeza. Venían del Alejo Barrios. Como todos los domingos –salvo cuando jugaba Wanderers– el niño había jugado un partido por su equipo del barrio y el papá lo había acompañado para alentarlo. Lo pusieron de lateral por izquierda y tres de cuatro goles de los rivales se habían iniciado por su banda, derrota 4-2 decía la tiza en el marcador.

Luego de algunos minutos de caminata y conversación, el papá ya divagaba. Entendámoslo, se prestaba para eso un tema así, tantas experiencias y anécdotas vividas. Ya habían pasado por la plaza de los loros cuando el niño lo detuvo en seco, primero le tuvo que haber dicho algo así como “oye viejo, nuestra historia está siendo relatada para una columna wanderina, y no sé cómo de aquí vamos a llegar al Wander, menos a nuestro técnico”, o quizá esa parte la imaginé yo. El punto es que el chico, ansioso como niño que es, no logró contenerse más y soltó un “no dejo de pensar en una niña de mi colegio”. “Antes podíamos jugar, antes la veía como un amigo más, casi”, prosiguió entusiasmado. El papá solo sonreía a su lado, escuchándolo. No se habían dado cuenta pero habían dejado de caminar, estaban detenidos frente al mar de avenida Altamirano. Parecían pateador de penal en un minuto 90, en un clásico sin goles. Concentrados, ni el romper de las olas escuchaban. “No sé qué me pasa, papá. La veo en todos lados, todas tienen algo de ella. A veces siento que me gustan todas las niñas. ¿Estoy loco, verdad?”. El papá amagó soltar una carcajada, pero se contuvo para no detener el momento. “Es normal, hijo”, replicó. “No lo pienses tanto y vívelo, es de las mejores etapas…”. El niño lo interrumpió, ya menos exaltado, “¿cómo lo hago para que ella sepa esto? ¿Debe saberlo? Ya no quiero que sea uno más de mis amigos”.

Y aquí, señoritas y muchachos, luego de dos párrafos –si están aquí es porque, aburridos o no, siguieron leyendo. Vamos bien– es donde finalmente llegamos a Wanderers. Porque tendidos en el pasto de la plaza Rubén Darío, el papá respondió la gran pregunta de su hijo de una forma inesperada: “tienes dos opciones –le dijo–, o eres Astorga o eres Arias”. Y claro, por supuesto que el niño puso la misma cara que se dibuja en sus rostros ahora. No entendía nada. Y el papá le intentó explicar que conocerá a muchas mujeres en su vida, algunas serán sus amigas, con otras compartirá historias que lo marcarán –a veces mucho, a veces no tanto–. Y de vez en cuando –“no esperes que pase todos los años”, le advirtió– alguna causará un temblor. “Ahora estás en ese temblor, hijo. Y ante ese temblor puedes actuar de muchas maneras, pero hay dos que están en los extremos”. “¿Correr o esconderse debajo de la mesa?”, respondió el niño burlándose de la forma en la que le explicaba su viejo. “Astorga o Arias”, insistió el papá.

2

“Puedes ser Astorga, hijo. Eres práctico. Línea de tres atrás, dos laterales que rara vez pasan mitad de cancha, un volante defensivo neto y otro mixto. Primero nos protegemos, nos preocupamos de que no nos conviertan… goles –aclaró con una sonrisa pícara que el chico no entendió–, y después vemos qué pasa. No arriesgas. Tú sigues igual que siempre, aquí no pasa nada. Casi ni asumes que la chiquilla te tiene volando. Le cedes la iniciativa y si en algún momento se da la ocasión de demostrar algo, la aprovechas. Hay mujeres a las que les atraen los tipos que no muestran mucho interés. No te olvides que Astorga nos tuvo a minutos de conseguir el sexto título el 2014”. Rápido, el niño le rebatió: “y no te olvides tú que gracias a que Astorga no arriesgó, fue debut y despedida en nuestro reencuentro después de años con una mujer bien linda. La Copa Sudamericana, el año pasado”. Ser Astorga no convencía a nuestro pequeño protagonista.

A esa altura ya caminaban rumbo a caleta El Membrillo, y el papá se disponía a hablar sobre la otra forma de ser, de actuar. “Ser romántico encanta, hijo”, comenzó. Y tan rápido como comenzó, terminó, porque el niño lo interrumpió enseguida: “Noo, no. No me vengas con eso. Algo cacho de esa cuestión de ser romántico, he visto a primos y a amigos. Que los regalos, y los globos de corazones gigantes, y andar detrás de la niña, y gritarle a todos lo que me pasa, publicarlo en…”. “Eso, caballero –replicó el papá, interrumpiéndolo de vuelta– no es de lo que estoy hablando. ¿Ves? El romanticismo está subvalorado porque la gente no entiende muy bien el concepto. Alfredo Arias lo entiende bien. El romanticismo es ser sincero con uno mismo, es ir en busca de aquello que anhelamos. No es esperar, la prioridad no es protegernos. Se trata de movernos al ritmo del temblor que nos provoca una mujer, para llegar a ella, sin pensar en lo difícil que pueda ser llegar, sin pensar en que puedes sacarte la cresta en el intento. Se trata de movernos al ritmo del temblor que nos provoca celebrar un gol, para llegar a las redes, sin pensar en que atrás quedamos mano a mano. Ser romántico es que no te lleguen refuerzos, que echen a tu emblema y capitán, que tu figura esté lesionada, y a pesar de todo eso ir a dominarle el partido a Católica en San Carlos con puros cabros chicos. La idea es la que prima. Sin importar el resultado, lo intentas y te la juegas. Si chocas, si te caes, te paras y sigues. A lo Panzer. No se trata ni de publicarlo ni de jactarse de nada. Son once compañeros, once rivales y el aliento de la hinchada. Eres tú y ella, y nadie más. Ella, que en ningún caso es tu rival. Ella, que quieres que sea tu compañera…”.

El niño pensaba en Adrián Cuadra, en Matías Fernández, en Luis García y Franco Ortega. “Si estos chicos pueden, ¡por qué yo no!”, se dijo. Cuando vio a su Mamá enfrente, ya habían llegado a la altura de la playa San Mateo. “Y, ¿cómo te fue en el partido, bebé?”, le preguntó. “Arias, ma. Alfredo Arias”, contestó y sonrió mostrando todos sus dientes.